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martes, 23 de septiembre de 2014

El Duero portugués se cubre de oro en tiempos de vendimia

Dicen las malas lenguas que entre Gaia y Oporto hay una rivalidad secular que nadie ha logrado superar. Dicen que entre la orilla sur y norte del viejo río Duero a su paso por Oporto -dos municipios, dos estilos de vida, dos enfrentados intereses- hay mucha más distancia que los escasos doscientos metros que las separan. Algunos, incluso, cuentan que las bodegas de Gaia (Vila Nova de Gaia, en realidad), con más de 50 compañías, no deberían utilizar la denominación Porto para sus vinos, pese a que la llevan usando desde hace más de 250 años y que es uno de los nombres que ha situado a la ciudad y a todo el país en el mundo.


Pero pese a las habladurías, la sangre -nunca mejor dicho- no llega al río. En realidad, no cabría entender y disfrutar de esta deliciosa ciudad sin la complicidad de ambas orillas. La esencia y la armonía de Oporto se entiende desde la orilla de Gaia. No hay nada como una travesía por el Duero partiendo de Oporto para descubrir la realidad de esta ciudad y de este otro pedazo de Portugal que conecta con España y extasiarse ante la suave cadencia de escenas que circulan ante los ojos. 

En el centro histórico de la ciudad, los rabelos, réplicas de las antiguas embarcaciones que realizaban el transporte de mercancías por el Duero, se acercan a la desembocadura del río y a su manso abrazo con el Atlántico y luego remontan la corriente. A su paso, cien metros más arriba, se descubren los puentes de hierro de Maria Pia y de Dom Luis I, que construyeron Gustavo Eiffel y su aventajado discípulo, Teófilo Seyrig, declarados monumentos nacionales y sin más finalidad actual que la estética, o el impresionante puente de la Arrábida, de Edgar Cardoso que, con un vano de 270 metros, fue durante algún tiempo record mundial de puentes con arco de hormigón armado.

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